Por: Salomón Lerner Febres

En el Perú de hoy, resulta por demás evidente la necesidad de hacer realidad un vigoroso concepto de la educación. El nuestro es un país que todavía está buscando su camino hacia el desarrollo, la paz y la democracia, y trata de hallar esa vía en medio de males antiguos y renuentes a desaparecer como la corrupción, la violencia, la pobreza, el racismo y la marginación. Una difícil situación que, si bien por un lado puede dar lugar a la atonía social y a la parálisis, por otro puede ser, también, el momento para la creación de algo nuevo y valioso.

¿Sabremos convertir nuestras postraciones en lecciones para construir un futuro mejor? ¿O dejaremos que ellas sean simplemente el prólogo de un porvenir insignificante y, en el peor de los casos, deshumanizante para los desposeídos de nuestra nación? Las respuestas a esas preguntas hay que encontrarlas en la forma en que los peruanos de hoy y de mañana sepamos hacer uso de nuestra libertad histórica y, justamente para ello, se ha de tomar conciencia de la necesidad urgente de una educación que nos garantice la formación de conciencias maduras, críticas, abocadas a la reflexión autónoma y deseosas de construir un futuro en lugar de simplemente sufrir un destino.

A veces parece olvidarse que la Historia se forja en el día a día y que, en tal sentido, la educación que necesitamos se convierte en un imperativo ético cotidiano. Desde un ángulo de mira un tanto estrecho, a la educación se la suele confinar a espacios rígidamente institucionales –el sistema educativo oficial– y limitar a una sola etapa de la vida –la niñez, la adolescencia y la juventud temprana–. Y, sin embargo, debemos comprender que esos son solamente espacios y tiempos indispensables, pero de ninguna manera únicos para la educación. Sin una experiencia escolar en la niñez y la adolescencia no es posible en efecto una formación humana en destrezas y saberes que nos permitirán el cumplimiento de nuestras capacidades y potencialidades; pero solamente con ella la educación de cada ser humano quedará siempre incompleta y, peor aún, adquirirá el aire de una condición postiza y fragmentaria, válida para actuar en el mundo de las instituciones –el mundo laboral, el mundo de la economía–, pero irrelevante para otras dimensiones de nuestras vidas.

La educación se configura, entonces, como la tarea de toda una vida y ella nos conducirá a existir en un mundo mejor si es que no nos cultiva únicamente como seres intelectivos, sino que, extendiendo también sus poderes formativos a todas las dimensiones posibles de nuestro ser cotidiano –moralidad, afectividad, sensibilidad estética, sociabilidad, identidad–, busca hacer de nosotros ciudadanos plenos y, en última instancia, seres humanos capaces de realizarse como tales.

De allí la urgencia de llevar la educación más allá de las escuelas –pero sin abandonarlas sino, al contrario, fortaleciéndolas– para hacer del Perú una verdadera sociedad educadora. Esto es, una sociedad donde todos –autoridades, maestros, padres de familia, estudiantes, medios de comunicación, empresarios, intelectuales– asumamos nuestros inexcusables deberes en la tarea de garantizar la  educación como ejercicio permanente y universal.   

No es reciente la preocupación por el derrotero que ha de seguir nuestra educación. Hemos tenido, a lo largo de las últimas décadas, algunos intentos frustrados y otros con logros positivos pero parciales, en el propósito de imprimirle rumbos nuevos y más constructivos. Hoy, sin embargo, hay una certeza que no podemos seguir ignorando, y ella es que cualquier cambio significativo en este campo, y por tanto en el destino de nuestros niños, niñas y jóvenes, reclamará una transformación radical e integral, una modificación que, más allá de lo adjetivo y contingente, llegue a la raíz de nuestro sistema de enseñanza.

En lo personal creo que esa transformación supone un esfuerzo que, reconociendo nuestras carencias y necesidades en el largo plazo, convoque a cada uno de los miembros de nuestra sociedad. Queda, pues, como tarea para todos los peruanos –Estado, gobierno y sociedad– asumir un verdadero plan de acción en este impostergable tema y hacer que el derecho a la educación –acceso, disponibilidad, calidad y permanencia– se cumpla cabalmente entre nosotros.

Esto significa trascender el simulacro, dejar atrás la conformidad con las metas mínimas y repudiar la injusticia que supone una enseñanza excelente para pocos y precaria para muchos. Solo de esa manera se podrá poner en su lugar una universalidad de aprendizajes reales, conducentes a nuestra realización como personas en los terrenos de la inteligencia, la afectividad y la ética, útiles para nuestro desempeño como seres productivos en el mundo económico y, al mismo tiempo, adecuados a nuestra diversidad cultural y respetuosos de ella.

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